Por María Fernanda Almeida y Gabriela Verdezoto Landívar
La poeta Joyce Mansour tomó esa idea de Charles Baudelaire según la cual el infierno de las mujeres nace en su propio cuerpo.
Luna Miguel Caliente
Ser indígena, pobre y niña es un riesgo en la Amazonía ecuatoriana porque puede ser víctima de un embarazo forzado. Morona Santiago es la provincia que tiene la tasa más alta de embarazos infantiles del Ecuador, con 6 recién nacidos por cada 1000 mujeres de 10 a 14 años, de acuerdo al Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC). Esta es la historia de cómo la explotación de la Amazonía llega hasta el cuerpo de las niñas.
Ella no sabe cuántos años tiene. Ella es una mujer shuar.
Ella era niña. Le dolió el estómago. No entendía qué estaba pasando. Salió corriendo a la selva, sintió ganas de pujar y le salió un bebé.
Ella tenía miedo de lo que le salió, pensó que era algo del diablo.
Su primer recuerdo es un hombre que la sacó de su hogar. Se la llevó y la dejó en otra familia. Ella no supo qué hacer. Se iba a dormir a la selva. Tenía miedo del hombre.
Parió sin parar. Parió sin saber. Tuvo 11 hijos.
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En la Amazonía ecuatoriana, cada dos días una niña da a luz. Cada dos días, una niña entre 10 y 14 años, se convierte en mamá.
El embarazo viene con violencia física, sexual, emocional.
En las seis provincias de la amazonía ecuatoriana, entre enero de 2020 y agosto de 2024, se cuentan 2.651 denuncias por violación a niñas hasta los 14 años. De estos casos, 1.695 están en indagación previa y solo 105 tienen sentencia condenatoria, según datos de la Fiscalía.
Para Auxilio Vera, presidenta de la Red de Mujeres Amazónicas, uno de los problemas para que se siga violando los derechos de las niñas, es la impunidad. “La niña no sabe qué hacer, a dónde ir. Las familias prefieren el silencio. Entre los casos que hemos registrado diría que apenas un 20% se denuncia. Muchas veces es el primo, el hermano, el abuelo, el padre de la niña el que la deja embarazada”.
No es normal
Lo repitió siete veces. “No es normal” dijo Tatiana, por teléfono, en una conversación de 47 minutos con 23 segundos.
La primera vez, ella tenía cinco años. Ese día fue, como siempre, a la chacra con su abuelo. Toda su familia vivía en una comunidad cercana a la ciudad amazónica de Puyo. Era la mañana. Su abuelo, el padre de su madre, empezó a tocarla. Ella lloró. Él siguió. Vino la penetración. Ella gritó. El no paró. Ella sangró. Volvieron a la casa. Nadie dijo nada. La niña corrió y se cayó justo con las piernas abiertas y se golpeó, dijeron todos: madre, tíos, abuela, abuelo, primos. Nadie dudó. Vivió en la misma casa del abusador hasta los 9 años, aguantando violaciones constantes: en las fiestas, en las noches, en las borracheras.
― Al principio una se opone. Después, ya sabes que nada te va a salvar y ya no te defiendes ― dice Taty por teléfono, con una voz seca, sin emoción.
Cuatro años después de su primera violación, Taty y su familia dejaron la comunidad y fueron a vivir a Shell, otra ciudad de Pastaza, por un trabajo que consiguió su mamá. Allí Taty vive hasta hoy. Se sintió más segura, lejos de su abuelo. Una de las últimas veces que este intentó abusarla, ella le gritó: “Voy a avisarle a mi mamá”. Después de eso, el abuelo paró.
Taty se resistió a volver a la comunidad. Si iba, se portaba malcriada, grosera, con rabia. Gritaba a todos. Ya tenía 14 años y la familia la acusó de ser rebelde. Su mamá le pegaba.
―Para mí era normal todo. Que mi abuelo me tocara, que mi mamá me pegara. Cuando salimos de la selva a la ciudad pude ver niñas cuyos padres les trataban bien y me comencé a preguntar si todo lo que viví era normal.
Cuando sus abuelos llegaban a visitarla, ella les gritaba y su mamá le daba “unas palizas inolvidables”.
― ¿A quién puedes contar cuando por todos lados las puertas se te cierran?― dice Taty. La dureza del relato se sostiene en el tono neutro de su voz.
Taty comenzó a sentir una necesidad de hablar, de intentar entender lo que sucedió cuando era niña. Faltarían nueve años más para eso. Antes, pasó por fuertes depresiones, intentos de suicidio. Llantos largos…
Los violadores comparten la misma sangre
La voz de María es delicada. Se quiebra al recordar el infierno que enfrentó, a corta edad, en la comunidad Macuma, en Morona Santiago, la provincia con la tasa más alta de embarazo infantil en el Ecuador, en la que seis de cada mil niñas, entre 10 y 14 años, son forzadas a ser madres.
María fue violada a los 9 años. A los 13 no menstruó.
― En el colegio se enteraron de que estaba embarazada. Todo el mundo quería saber quién era el papá. Yo estaba embarazada de mi hermano. Mi mamá nunca me creyó, mi papá tampoco. Hasta ahora, nadie me cree ― se lamenta.
Un viernes, María se despertó sangrando. Sintió un fuerte dolor en su vientre. Pensó que era un cólico y que la regla estaba por llegar. Aguantó hasta las cinco de la mañana, inmóvil, fría, adolorida. Su madre la llevó al subcentro de salud Macuma y luego al de Taisha. Les explicaron que María estaba abortando un wawa. Le hicieron un legrado y le colocaron un implante.
Esa pesadilla estaba lejos de terminar. Después de la recuperación, su hermano la sacó de la comunidad y ―con engaños― la llevó a la ciudad de Macas para evitar que lo denunciara. La dejó con un hombre, en un hotel. “Prácticamente, mi hermano me vendió por 20 dólares”.
María escapó. Intentó denunciar su caso en La Dirección Nacional de Policía Especializada para Niños, Niñas y Adolescentes (Dinapen). En esas oficinas, ningún funcionario le creyó. Volvió a su casa junto a su hermano, junto al violador.
Un año más tarde, cuando cumplió 14, su padre la entregó a un hombre que le llevaba 12 años de ventaja. Vivió sometida a violencia y humillaciones hasta el día en que le pegó con la hebilla de metal de una correa y la dejó inmóvil por dos semanas. La paliza le causó profundas heridas en sus rodillas.
De acuerdo con la Red Nacional de Mujeres Amazónicas, 79 de cada 100 niñas y mujeres amazónicas son víctimas de violencia de género.
Rosa Awananch, secretaria técnica del Consejo Cantonal de Protección de Derechos del cantón Morona, asegura que la violencia sexual en las comunidades es muy común, al igual que las uniones a temprana edad, incluso con los mismos violadores.
“Las familias terminan comprometiendo a sus hijas en matrimonios, con la finalidad de que no pueda verse afectada ―entre comillas― la dignidad de la niña, sino más bien que el violentador se haga responsable y le dé un hogar, una familia, entre otras cosas. Pero no evidencian el daño psicológico que les causan (…)”.
Awananch lamenta que en los siete primeros meses de 2024, la Junta Cantonal sume 196 casos de maltrato que involucran a niñas y adolescentes. Dice que, de esta cifra, al menos 40 casos tienen que ver con violencia sexual, la mayoría ocurren en el entorno familiar y en las escuelas.
“Si tú vas a los establecimientos educativos rurales se determina que el retiro de una niña es porque se embarazó (…) o las adolescentes no estudian la secundaria porque ya tienen niños que, por lo general, son producto de violaciones”, insiste Awananch.
El porcentaje de deserción escolar en Morona Santiago fue del 5,10% en el periodo 2022-2023, según el Ministerio de Educación.
A los 16 años, María huyó de esa casa. Llegó a Puyo, en la provincia amazónica de Pastaza, con la intención de trazar una nueva historia. Al poco tiempo se enteró de que su hermana de 14 también estaba siendo violada por su hermano. “Ella lloraba y yo no podía soportar eso”, dice con la voz entrecortada.
Pese a que María logró sacarla del entorno familiar, no pudo evitar que un año más tarde, al cumplir 15, fuera entregada a otro hombre, quien la embarazó y casi le causa un aborto tras propinarle una golpiza por celos.
Aunque han pasado 10 años desde que María sufrió violencia sexual, dice que ha perdonado a su madre, a su padre y a su hermano. Hace un mes dejó Morona Santiago para vivir en Saquisilí, una ciudad de la Sierra Central, en la provincia de Cotopaxi. Consiguió trabajo como empleada doméstica. Trabaja siete días a la semana. Se levanta a las cuatro de la madrugada y se duerme a las 10 de la noche. Por esas 364 horas mensuales recibe 300 dólares.
María quiere ser artesana porque dice, con orgullo, que tiene habilidad con las manos para elaborar collares, pulseras y anillos. Instalar piscinas de tilapias en un terreno que le regaló su papá, es otro de sus anhelos. Quiere volver a su pueblo. Algún día volverá, asegura, porque “la tierra llama”.
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Y, ¿El Estado? No suelta el dinero
Solo en 2022 se contaron en la Amazonía 206 embarazos de niñas entre 10 a 14 años distribuidos así: 62 en Morona Santiago, 41 en Sucumbíos, 38 en Orellana, 32 en Napo, 18 en Zamora y 15 en Pastaza.
El 23 de enero de 2024, la Asamblea Nacional aprobó la reforma a “Ley Amazónica”; propuesta por la Red de Mujeres Amazónicas.
En las pantallas del Parlamento, Auxilio Vera, representante de las Mujeres Amazónicas, con un pañuelo azul en el cuello, recordó ―en una intervención por zoom debido a que no tiene el dinero para movilizarse y era la cuarta vez que Auxilio tuvo que comparecer ante el Pleno―que uno de los principales cambios a la ley es la adjudicación del 5% de las regalías que dejan las industrias extractivas y el 5% de las rentas petroleras para realizar proyectos y políticas de prevención, atención, protección y reparación a las víctimas de violencia de género.
La Ley se aprobó ese mismo martes 23 de enero y se publicó en el Registro Oficial el lunes 30 de enero.
Entonces, desde febrero de 2024, entre los diez primeros días de cada mes, llega a las cuentas de los gobiernos provinciales, municipales y parroquiales un valor de las rentas petroleras principalmente, que debe ser utilizado específicamente para proyectos con enfoque de género. Es decir 43 gobiernos municipales y seis gobiernos provinciales de la amazonía ecuatoriana reciben recursos para dar atención a víctimas de violencia sexual, capacitación para las mujeres e infantes sobre sus derechos sexuales y reproductivos y acciones de prevención de violencias.
― Y el otro 5 por ciento, que se llama Fondo Común, viene de las regalías de otras actividades extractivas como minería, hidroeléctricas, madereras, que se queda en la Secretaría Técnica Amazónica como una caja― insiste Auxilio desde su casa en Morona Santiago.―Hoy, los gobiernos autónomos descentralizados tiene todo para financiar acciones de mejora en la calidad de vida de las mujeres, Sin embargo, ellos juegan ―de forma simbólica, aclara Auxilio― a las ollas encantadas: te ponen la venda en los ojos, te dan un palo, te hacen dar tres vueltas, te piden que golpees la piñata y salen los palazos por donde quiera. No tienen idea cómo usar los fondos, porque jamás, históricamente, la situación de violencia de género ha sido un problema. Incluso para las mujeres “aunque pegue, aunque mate, marido es”.
Auxilio cuenta, con pesar, que han ido a tocar las puertas de algunos gobiernos locales para recordarles que hay ese fondo, pero, la respuesta de los funcionarios suele ser que no tienen los datos para empezar.
―Primero, es nuevo para ellos la reforma a la Ley Amazónica. Segundo, no estaban acostumbrados a ver como un problema la desigualdad y la violencia. Tercero, dicen: ahora tanto que molestan las mujeres de la red, ¿qué vamos a hacer? Pues vamos a darles gusto. Entonces nos dicen “tráigannos los proyectos que quieren, que nosotros implementamos.” En otros lados, los consultores nos dicen “denos las estadísticas desagregadas por cantón”. Pero nosotras no somos especialistas. Sin embargo, ahí vamos dando algunas luces y herramientas para que vayan haciendo incidencia ― Explica, con paciencia, Auxilio.
Lo urgente, para la Red de Mujeres Amazónicas, es hacer la casa de acogida en Morona Santiago. La provincia que tiene la mayor cantidad de niñas madres. Auxilio dice que, el valor de la construcción es de tres millones de dólares que “el ministerio de Finanzas ya debe haber puesto en el gobierno provincial, porque esa es la institución que va a ejecutar la obra”. Auxilio calcula que existe, ya acumulado desde febrero a octubre de 2024, alrededor de 10 millones de dólares en recursos para proyectos de prevención y atención de violencia de género en la amazonía.
Sin embargo, todavía, no pasa nada. A octubre de 2024 no se ha desarrollado un solo proyecto.
La Red de Mujeres Amazónicas espera que, para las próximas elecciones generales de 2025, los candidatos incluyan proyectos de género en sus agendas y propuestas electorales. La Red quisiera que firmen acuerdos con la organización para comprometerse a trabajar con ellas desde el inicio, que son quienes han desarrollado redes con las mujeres hasta en los lugares más remotos de la selva.
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Gabriela tiene 20 años y vive con su hijo en situación de extrema pobreza, en un poblado de Morona Santiago.
A temprana edad se volvió una esclava sexual de su padrastro. La abusó, la abusó, la abusó. A los 12 años nació su primera hija. Luego vino un segundo con discapacidad.
Ella no quiso vivir así. Un día decidió huir.
Corrió con sus dos hijos por la montaña. Cruzó la selva, ríos, no tenía idea de a dónde ir. Tuvo que abandonar a uno de sus bebés. Siguió corriendo con el otro. Logró escapar. Logró pedir ayuda. Hoy vive en un cuarto diminuto de maderas verdes.
Secretos de familia
El estudio ‘Voces en Silencio: rompiendo el tabú de la violencia sexual en niñas y adolescentes’, publicado en 2023, identifica varias trabas para denunciar las agresiones sexuales en zonas periféricas del Ecuador como el desconocimiento respecto a si esa conducta es un delito, indolencia familiar e intuición de que una denuncia implica costos.
En Ecuador los embarazos infantiles han aumentado un 200% entre 1990 y 2022, pasando de 634 a 1937. Es decir, en 2022, en Ecuador parieron 1443 niñas de 14 años, 407 niñas de 13 años, 78 niñas de 12 años, 8 niñas de 11 años y una niña de 10.
Rosa Awananch, del Consejo Cantonal de Protección de Derechos del cantón Morona, agrega que notificar al victimario para que tenga derecho a la defensa o levantar los peritajes para que las denuncias sigan su curso es una tarea que implica costos. “Hay comunidades a las que se entra por avión y el costo más bajo es de 240 dólares. Si hablamos de ida y vuelta son aproximadamente 500 dólares (…). Esta es una de las limitantes”.
Auxilio Vera asegura que la Red de Mujeres Amazónicas ha determinado que la mayoría de casos de violencia hacia niñas y de embarazos infantiles ocurren en lugares tan dispersos y lejanos que las víctimas no tienen un lugar seguro a donde acudir, ni tienen a quién contarle. En ocasiones, son los profesores los que detectan algún comportamiento extraño en la niña. Avisan a sus familias, pero no trasciende demasiado.
― Y, más que todo, es el temor que tienen, de la propia familia, de los dirigentes de la comunidad, del curaca, presidente, o quien mande. Entonces, muchas veces se arreglan entre ellos y todo queda ahí ―concluye, con indignación, Auxilio.
Diana Torres es una mujer indígena, lideresa de la comunidad Unión Base, una de las 39 que conforman la comuna San Jacinto, en Pastaza. Hace tres años inició su rol como dirigente del tema de mujeres y salud de su pueblo. Apenas semanas después de su posesión, vino una familia a presentarle un caso: una niña de 11 años, con discapacidad, había sido violada por su tío. Estaba embarazada. La mamá quería denunciar pero su padre (es decir, el abuelo de la niña) le insistía en no denunciar a su propio hermano. Que estas cosas pasan. Que la culpa era de la propia mamá por dejar sola a la niña discapacitada. Que sería un daño horrible para el violador vivir con esa marca judicial. Diana quiso actuar, pero la presión familiar logró que la madre de la niña violada, desistiera. El tío, el propio violador, la llevó a un centro de salud. Le practicaron un legrado. La niña sigue viviendo en la comunidad. Ahora tiene 16 años. Cada vez que Diana visita el pueblo, la niña la envuelve en un abrazo interminable.
― Las niñas no pueden hablar, no pueden pronunciarse. Pero también el problema es que los padres se callan. Me pregunto si será porque ya lo normalizaron o porque en territorio se corre el peligro de recibir represalias ―dice Diana.
Represalias como el caso que manejó Auxilio Vera hace unos años, en el que un padre violó a su hija pequeña; tan pequeña que no la embarazó. Su madre tuvo la fuerza de denunciar. El hombre está en la cárcel, pero con una consigna que siempre le hace llegar a su esposa: “Cuando yo salga de la cárcel, te mato a vos y a tu madre”.
La niña abusada y sus siete hermanos quedaron al cuidado de su madre, que no tiene trabajo, “es una mujer que no logró prepararse”, dice Auxilio.
Para ayudarla, el gobierno parroquial la contrató por seis meses como auxiliar de servicios en sus oficinas. Ella vive bajo el terror de cuándo saldrá su esposo.
―Entonces, las cosas sí se vuelven complicadas, por eso es que muchas mujeres ya no avisan, se quedan calladas ―insiste Auxilio.
Vomitar y correr por la selva
A los 23 años, después de salvarse de los intentos de suicidio, de asistir a varias sesiones de terapia, de llorar todo lo que pudo, de haber pasado por un dolor emocional contorsionista que la llevó por todos los estados de ánimo, Taty decidió hablar.
Fue a ver a su mamá y le contó todo. Las constantes violaciones de su abuelo, en las fiestas, en las noches, en las borracheras. Que la sangre de las piernas no era por caídas. Que tenía miedo de hablar, que había intentado quitarse la vida. ¿Por qué a ella? ¿por qué el abuelo?
―Vomité todo. Todo. Le dije que eso no es normal. No fue normal.
Cuando Taty contó todo eso —ella no lo llama confesión sino vómito— su madre se echó a llorar. Entre lágrimas, le dijo: “Tu abuelo también abusó de mí, desde que era pequeña”.
La mamá de Taty no supo cómo procesarlo “y hasta ahora no sabe cómo, la verdad” dice por teléfono mientras se escucha, de fondo, la voz de su hijo pequeño.
La mamá de Taty comenzó a beber. Lo hace hasta hoy. “Siento que está muerta en vida”, dice Taty, manteniendo el temple en su voz, con esa sabiduría que viene de los dolores intensos.
― Cuando le conté, se reprochó con rabia: “¿Cómo, sabiendo que él me hizo esto a mí? No sé por qué yo no tuve el valor de sacarte de ahí”.
― Entiendo la situación de mi mamá. Ella tenía que salir a trabajar, porque mis papás se divorciaron, entonces, ella no tenía con quien dejar a sus hijos y nos encargaba con sus padres para que nos pudieran cuidar mientras estaba fuera de casa.
El abuelo había abusado no solo de Taty, sino de sus hijas: de la mamá de Taty y de sus hermanas. Se descubrió que hubo todo un círculo de violencia sexual por parte del patriarca de la familia, pero todas callaban. Taty fue la primera en hablar.
“Tú eres el problema”, “por tu culpa la familia entró en peleas”, “solo has querido meternos en problemas”, dijo otra parte de la familia. La rechazaron. Algunos, hasta hoy. Sin embargo, Taty está orgullosa de ella misma. Cuando lo dice, se rompe por milésimas de segundo el hermetismo de su voz y, por sus grietas, se escucha una leve sonrisa.
― Estoy orgullosa de mí porque tuve la fuerza de hablar. A partir de ahí otros familiares perdieron el miedo y también contaron los abusos de los que fueron víctimas.
Justamente hace unos meses un primo la llamó a decirle que, gracias a ella, tuvo la fuerza de confesar a la familia que él también fue violado de niño, por otro primo. Otra prima, en cambio, tiene 17 años y está embarazada, lo que para Taty es una señal de que las cosas no han cambiado en su pueblo.
― En las comunidades indígenas no nos hablan de nuestro cuerpo, de nuestros derechos. Yo lo aprendí aquí en Shell. Ahora a mi hijo le recuerdo que su cuerpo es intocable.
A Taty, cuando fue madre, le costó vivir con alegría la maternidad. Todos los miedos del mundo, de su mundo, se acumulaban en los ojos de su bebé. No quería que nada de esto se repitiera. Pero, poco a poco, conversando con otras mujeres y al volverse parte de la organización Pakkiru para luchar por los derechos de las mujeres, Taty ha ido entendiendo que todo lo que le pasó no fue normal y que su testimonio puede servir para dejar huella y alerta en otras mujeres.
Dentro de la cultura kichwa, a la que pertenece Taty, las montañas y las selvas son sagradas. Como parte de su lucha para “no morir en vida” como su madre, ha intentado romper el círculo, manteniendo rutinas de autocuidado. Va varias veces por semana al gimnasio. Los entrenamientos son parte de la preparación para escalar montañas. Ha ido dos veces a coronar la Mama Tungurahua, pero no lo ha logrado.
― Dicen que para llegar a la cima de las montañas, debes estar purificado. Las dos veces que he ido a escalar a la Mama Tungurahua y al taita Chimborazo, llovió. Dicen que, si no estás limpia, las montañas lloran tus dolores y te devuelven a la tierra para que sigas trabajando en tu purificación.
Taty, entonces, comenzó a practicar otro deporte: correr por la selva. Hace alrededor de 15 kilómetros en una hora y algunos minutos. Los fines de semana se va a la selva a correr. Dicen que la selva purifica.
En un par de meses habrá una competencia de atletismo de selva en su pueblo, ese en el que su cuerpo fue violentado a los cinco años por su abuelo. Ese que Taty dejó llena de rabia a los nueve años, al que no quiso volver. En el que su abuelo murió hace un año y ella, por fin, sintió paz.
Dicen que correr purifica.
Este trabajo fue realizado por medio de la Beca Zarelia- Poder Elegir, impulsada por Fundación El Churo, Festival Zarelia, Wambra Medio Comunitario, con el apoyo del proyecto Poder Elegir de Oxfam en Latinoamérica y Asuntos Mundiales Canadá.