“Quién lo iba a pensar, ella tan dulce, tan joven y bonita, parada allí en la esquina con el arma humeando. Quién lo iba a imaginar, ella tan sencilla y hermosa defendiendo con pólvora el rebaño”.

El artista chileno Pedro Lemebel nos dejó varias obras que retratan la discriminación hacia los pobres, las mujeres y las personas LGBTIQ+, y sus distintas formas de resistencia. Una de esas joyas es Mamá pistola, misma que hemos querido sacar del librero y desempolvar para recordar que el 08 de mayo es solo un día, una bala.  

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Y puede haber sido un famoso domingo, día de las madrecitas, cuando empinándome en los siete años le entregaba a mi mami una tarjeta que había dibujado en el colegio con un gran beso. Porque en ese tiempo era así y no había esa maquinaria fetichera del mercado mamitis. Y menos las grandes tiendas ofreciendo el crédito regalón para tapar de electrodomésticos a la vieja. Pudo haber sido ese día, lo recuerdo así, muy de mañana, ella fresca, joven y bella (todas las mamás son bellas ese día). De regreso de la feria libre se había puesto su delantal amarillo para hacer un rico almuerzo. Porque ella sólo se ponía delantal amarillo para meterse a la cocina. Entonces, yo le entregaba la tarjeta y una flor. Y me quedé con la mano extendida al escuchar el balazo. Y allí mismo vino alguien a avisar que en la esquina de la pobla mi papá estaba super borracho y le estaban pegando. Porque mi padre era un as de la rayuela, corta y larga. Era campeón de ese deporte y estaba feliz porque la noche anterior les había ganado a todos los rayueleros. Había echado un montón de quemadas en su tejo certero. Estaba dichoso tomando y celebrando porque le llevaba a mi mamá un regalo importante. Y aunque a él nunca le gustaron las armas, celebró como niño brindando por la pequeña pistola Lugher que le había ganado a un mafioso con su mejor jugada. Pero mi mami no tenía idea de esto, y sólo cuando escuchamos el estampido y vinieron a avisar que el mafioso, indignado, le estaba pegando, ella se quitó el delantal amarillo de un tirón y tuvo tiempo de mirarse al espejo y arreglarse el rouge. Y partió bajando de dos en dos los peldaños de la escalera del bloque. Y en el apuro no se percató que yo iba detrás, siguiéndola con la tarjeta en la mano. Y corriendo llegamos a la esquina llena de gente, mirando cómo a mi papito el mafioso le pegaba con una manopla de acero. Mi pobre papito, tambaleándose, trataba de defenderse disparando a todos lados. Y ahora recuerdo los balazos, eran estampidos al viento que mi papá tiraba sin puntería, tratando de que el mafioso con su manopla de acero no siguiera destrozándole la cara. Así lo vi, esa mañana, todo ensangrentado, con su abrigo largo enredándose y cayendo al suelo a los golpes metálicos del agresor. Así nomás era esa esquina de mi pobla, con toda esa gente mirando sin atreverse a quitarle el arma a mi papá, nublado por el alcohol y la sangre. Al llegar mi madre, todos retrocedieron; entonces ella tan joven, tan pálida azucena. Ella tan linda, tan brava, dió un salto y le arrebató la pistola de la mano y apuntó al mafioso diciendo: Atrévete a pegarle de nuevo. Atrévete, cobarde, que le pegas a un borracho, gritó, encañonándolo decidida. Y el mafioso se quedó un momento quieto, y riéndose de ella acarició el metal ensangrentado de la manopla y lanzó un puñetazo. 

Pero ni siquiera alcanzó a tocarla, porque mi mami apretó el gatillo y el tunazo dejó a la población petrificada. Y sólo al despejarse el humo vimos el surco morado en la frente del tipo. Una raya vertical que le marcó el cráneo entre ceja y ceja, y únicamente por unos centímetros mi madre no se acrimina con el mafioso. Sólo recuerdo el gran suspiro de todos al ver al hombre vivo pero con una marca en la frente que no olvidaría jamás. Y mi madre, tan linda ella, tan guapa, tan joven y brava, estaba allí de pie con la Lugher humeando en su mano. Ni siquiera temblaba, ni dudaba en meterle otro tiro al hombre, que se retiró limpiándose la frente como un quiltro asustado. Y luego, a la rastra, se llevó a mi padre, que de tan ebrio no se había enterado de nada. Esa mañana, la población entera supo que mi madre, esa linda señora con pinta de reina, era de armas tomar. Quién lo iba a pensar, ella tan dulce, tan joven y bonita, parada allí en la esquina con el arma humeando. Quién lo iba a imaginar, ella tan sencilla y hermosa defendiendo con pólvora el rebaño. Feliz día, mamá pistola, le dije al volver a casa, estirándole orgulloso la tarjeta estropeada con un garabato de corazón. 

Fuente: Poco hombre (crónicas escogidas de Pedro Lemebel). Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2013.  

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