Un relato en primera persona sobre las peripecias de ser taita en medio del patriarcado. El podcast fue creado en alianza con OAM Producción.
Por Jorge Sánchez de Nordenflycht.
A veces no hace falta ser delincuente o zopenco para ser tratado como tal. A veces basta con ser taita, tomar a tus hijas de la mano, llevarlas al médico o de viaje, lavar calzones, ducharlas, cocinarles o ser su apoderado. Entiendo que vivimos en una cultura machista que promueve el rol de las madres como cuidadoras; una sociedad prehistórica donde todas las leyes y servicios desconocen o quitan mérito y obligaciones al papá, comenzando por los permisos de pre y posnatal y terminando por los litigios de tenencia de las guaguas y los guambras. Pero también es cierto que la terquedad y la ignorancia superan a las buenas intenciones, y para quienes hemos decidido conscientemente apropiarnos de nuestro rol de taitas, la pista está muy, muy mojada.
Me separé en los mejores términos de la mamá de mis hijas hace poco más de un año y lo he sufrido en carne propia. Los pediatras me dicen que cómo así no viene la iñora, lo mandan solito. La profesora insiste con enviar todas las informaciones a mi expareja, como si yo estuviera pintado y no fuera, oficialmente, el tutor, el apoderado, el responsable o como quieran llamarle a quien buscó acompañar los estudios de su primogénita desde el primer día. Por años he enfrentado el dilema de llevar a mis guaguas al baño de mujeres o de hombres, y cuando elijo lo más obvio, normalmente me ganó la mala cara o la puteada de las lindas que nunca vieron a un feo cambiar un pañal. Eso, sin contar las innumerables veces que me han insinuado que voy a envenenar a mis niñas con el arroz que tuve a aprender a cocinar, o que voy a hacerles daño en la ducha o aplicando la pomada para coceduras: ¡Cuidado esos dedos largos, bruto! Bañarase con ropa, mijo… Varoncitos por aquí, damas por allá.
Ni para pasear o viajar tranquilo dan estos tiempos de patriarcado postmoderno. En los parques no es muy raro que yo sea el raro, el come-guaguas, el pedófilo, el marica, el señor de los cielos o el patrón del mal; el disfraz o el adjetivo que mejor venga a la imaginación de los y las neandertales que preferirían vivir en el mundo de los cuentos de hadas donde los machos son un cero a la izquierda con dos lanzas a la mano. Los cuentos de hadas que tantas víctimas han cobrado y seguirán cobrando.
Para qué hablar de mis salidas en auto, cuando los agentes del tránsito se quedan mirando, extrañados, hasta que comprueban que no soy el violador del Pichincha y me permiten seguir; o de la vez que viajé con mi hija mayor, de entonces 4 años, de Quito a Santiago, y los adefesiosos de la Policía de Investigaciones de Chile no me dejaron abordar el avión de regreso, porque ni las cédulas de identidad de los dos países, ni los certificados de nacimiento, ni la autorización notarial firmada por la mamá, ni nuestra evidente complicidad y parecido físico fueron suficientes para acreditar que yo era su papá y no un secuestrador. Me crean o no, tuve que ir hasta la mismísima Corte Suprema a tramitar un documento con el que finalmente, después de dos largas semanas y dos tickets que la aerolínea jamás me devolvió, pudimos volver.
No voy a venir a victimizarme ahora, ni mucho menos victimizar a los recios y arcaicos exponentes de las masculinidades y paternidades irresponsables que durante siglos explotaron a las mujeres y provocaron este estado de las cosas. Solo quiero decir que cada vez somos más los taitas rebeldes que nos atrevemos a criar a contracorriente, aunque nos cueste varias caídas en el piso recién encerado. Las madres ya no están solas. Tampoco nuestras niñas.